lunes, 29 de febrero de 2016

27

Un huracán de hojas quemadas se levantaba entre fragmentos de vidrios rotos sobre el suelo de concreto. El humo se hacía omnipresente, y el calor de los muchos pequeños incendios lamían las caras de los que habían ido a tomar aquello que les vendían insistentemente. También, un millón de piedras se agrupaban cerca de las pequeñas casas de latón donde esa mañana no hubo periódicos. Y a ellas acudían las hordas de pueblo, desnudos de pretensiones y hambrientos de justicia, jaurías de vida desembocada, de recuerdos ancestrales, y de furia desmedida. 

Eran los hijos de los negros y los indios y los llaneros, que una vez, hace mucho tiempo, pasaron por ese mismo valle, siguiendo a un demonio carmesí que en sus manos llevaba un azote, un hombre a quien confundieron con el balsero del Hades. Eran los hijos de los negros y los indios y los llaneros, que salieron de esas mismas calles tras la estrella más grande de la historia, para cruzar el muro de hielo, donde las lagrimas se congelan en las barbas y los orines no fluyen, y vencer en puentes, costas, campos y valles. Eran los hijos de los negros y los indios y los llaneros, que tras ser robados por uno que un momento fue cómo ellos, tomaron de nuevo los machetes y las lanzas, los fusiles y los caballos, para levantarse no contra sus hermanos, sino contra los nuevos amos. Eran pues, los herederos de la ciudad que habían vencido, conquistado, recuperado y repoblado más de una vez, que bajaban de la Ciudad en la Montaña en la que les habían obligado a vivir, para recuperar las calles que por derecho les pertenecían. 

Nunca en la historia, un ejército tal se había levantando tan rápidamente. Nunca en la historia, tanta gente creía tan firmemente en una idea, nunca en la historia, una clase social, se había hecho tan cociente de lo que realmente representaba. El ataque contra ellos fue tan feroz, que no hubo más opción que levantarse o enfrentar el exterminio subjetivo. En un día eran pobres, pero al otro, eran tan miserables, que la pobreza era añorada. Ese mismo día, cómo hienas adoloridas, se levantaron sin puñales, sin espadas ni arcos, no más que una piedra o un palo, pero no para atacar a alguien, sino por primera vez en tantos años, en tantos países, para atacar a un sistema. Era nuestra segunda batalla contra un imperio, y al igual que la primera vez, la victoria era la única opción. 

No hubo un solo Lenin, ni un solo Mao, ni un Che, ni un Gaitan, pero hubo muchos Pedros, muchas Marías, muchos con muchos nombres. Bajaron con sus franelas de colores y pantalones ajustados de cada rincón de la Ciudad en la Montaña. Del sur extenso con sus enormes distancias que solo podían ser recorridas en caballos metálicos, surgía la antigua indiada. Del norte cercano al sol y a las costas, con el gen cimarrón, aparecieron los negros de pieles hermosas y sonrisas perfectas. Del Oeste laberíntico y deprimido, llaneros y mestizos, se unieron a las huestes de las ciudades gemelas, y sin darse cuenta, le quitaron el fuego a los dioses.

Calle tras, calle, las llamas se levantaban. Los templos de la nueva religión eran atacados. Todos caían en las manos de los que nada tenían, todos eran saqueados, sus tesoros más simples, y los más costosos. Nada estaba prohibido, pues había que tomar aquello que los que predicaban en aquel lugar, pregonaban como necesario para vivir. 

Y cuando los amos del valle bajo la Ciudad en la Montaña se percataron de lo que podía pasar, empezaron los llamados desesperados a los repetidores de opiniones y a los títeres del estado. El Este seguía intacto, pero no permanecería así mucho tiempo. "Las medidas económicas solo afectan al pueblo, nunca a la parte aristocrática" gritó un niño sin nombre con tres razas en la piel, y sin su pesada camisa azul. La gente lo entendió, y el este, bastión de los dueños de todo, estaba rodeado de calles pequeñas con pequeñas casas a cada lado, donde solo se era dueño del hambre y de los techos de cartón. 

Eran muchos pequeños ejércitos para ser controlados solo con las palabras. Del Oeste, del Norte y del Sur, se congregaban tropas sin armas en el centro de la Gran Ciudad Roja. Una piedra no quedó sobre otra, las llamas barrieron todo, y fue allí cuando empezó el contraataque de los señores en sus castilletes. 

Primero los títeres exigieron a los ejércitos sin armas la dimisión de toda batalla, y para probar que hablaban en serio, uno de sus más grandes payasos, un pequeño diablillo con infulas de grandeza, eliminó de un plumazo todos los derechos que los hombres se habían ganado. Así, por decreto, las vidas que poco valían, pasaron a valer nada. Ese mismo diablillo ronda hoy por el trono del estado con gestos sediciosos y miradas cargadas de codicia.

Enviaron a los perros azueles. Les permitieron desatar todo su odio contra los pueblos a los que ellos mismos pertenecían. Entonces las balas empezaron a morder estómagos y cerebros, bastones de madera quemaron piernas y espaldas, y los humos artificiales llenaron de mierda los estómagos y de mocos los pulmones. Pero el ejército popular solo crecía, la indignación los hacía más poderosos. Muchos empezaron a caer, la sangre empezó a mezclarse con el sudor en los píes de aquellos que clamaban por carne y pan. El odio asomó los dientes. 

Varias patadas llovieron sobre abdómenes y cabezas, varias esposas fueron colocadas, varios gritos fueron silenciados con dientes rotos y gotas de sangre, pero la batalla continuaba. No había templo prohibido, las casas donde secuestraban la tecnología, empezaron a caer de la misma forma. No se buscaba otra cosa que no fuera el derecho a vivir, pero ese derecho ya había sido eliminado. Solo los amos tenían el privilegio a poseer, solo ellos podían vivir. El resto, los que marchaban como una aplanadora en la calles de la Gran Ciudad Roja, y los que seguían bajando de la Ciudad en la Montaña, debían ser eliminados. 

Pronto, a pesar de las muchas muertes causadas, los perros azules fueron ampliamente superados. Los jóvenes aprendices en la casa que luchaba contra las sombras, se unieron a la batalla. Aquello no era un mero alzamiento, era una rebelión abierta contra un sistema, contra un mundo. Entonces los títeres ordenaron a los gorilas verdes el ataque contra las huestes en las Gran Ciudad Roja. 

Los cuarteles empezaron a vomitar niños de mierda amarilla en las calles donde el combate se ejercía. Los armaban hasta los dientes y les obligaban a tomar una píldora azul que los inivía de todo sentido. "Si les disparan ésta pastilla evitará que se desangren" Le decían a los muchachos disfrazados con camuflajes. 

Antes de que ellos o los guerreros con bandera se dieran cuenta. La sangre se hacía ríos por calles y calles. Las balas iban contra cualquiera en píe, a niños a indefensos, a guerreras y a guerreros, a los que recogían a sus camaradas caídos o a los que se escondían en las torres de concreto. Así como no hubo limites para la expropiación de bienes, no hubo entonces limites para la arremetida. Vehículos blindados llenaron las avenidas, rondaban por las esquinas buscando victimas desprevenidas, y que cuando las hallaban, las engullían. Se había olvidado la vieja maldición que el primer gigante había lanzado sobre aquel soldado que levantar su espada contra el pueblo. 

Muchos perdieron las entrañas en las escalinatas, de los laberintos. Las huestes fueron barridas, y una por una, cayeron las calles y cayeron los pequeños ejércitos, y cayeron los hombres, y las ideas, y la casa que luchaba contra las sombras fue invadida por fantasmas sedientos de sangre, asesinos con uniformes y armas silenciosos, monstruos que se deleitaban en la tortura y en la violación, ángeles de la muerte a quienes se les confiaba la seguridad de un estado. 

Así callaron la rebelión; a sangre y plomo. No quedó un solo hombre ni una sola mujer para luchar. 5 miles de hombres y mujeres fueron asesinados sin ningún tipo de miramiento. 5 miles de almas dejaron de existir por exigir el derecho a existir. 5 miles de corazones dejaron de latir en el momento más emocionante de sus vidas.  

Los títeres empezaron a desfilar por los repetidores de comportamiento que poseían. Desde el "Policía" que se quedó mudo, hasta el mismísimo Rey calvo. todos justificando y minimizando la masacre. Se llegó a decir que los guerreros, eran soldados a sueldo dejados por el ángel barbudo, se dijo que las pocas muertes obedecían a vidrios rotos pero no a balas. Se habló de una sociedad cívica que reclamaba el retorno al orden. Se habló de todo, pero no de los cadáveres que yacían en las calles.

Del humo, de las cenizas, la sangre y las lagrimas, surgió el espectro del verdadero dios de las calles. Una figura silente, de ojos rojos y cabello rizado escondido bajo un gran sombrero de copa. Un hombre altísimo con capa negra y piel curtida. De boca cortada y dientes negros. Un monstruo del que emanaba un olor pestilente y al que las cucarachas le corrían por los brazos, pero no por las piernas, pues en estas solo había ratas. 

Pasó por cientos de calles, empujando una carreta marrón con tubos dorados, sobre ella lanzaba cadáveres y gente a medio morir, dejando solo el sonido del tic tic de las ruedas sin aceite y una hilera de sangre que lo perseguía desde el centro de la Gran Ciudad Roja hasta los blancos pilares de la Ciudad de los Muertos. Con el tic tic y los muertos y el tic tic y la sangre y el tic tic y los cadáveres apilados, uno sobre otro, y sobre ese otro, otro más. Brazos, cuellos, cráneos y pechos agujerados, todos vivos en la mañana, todos muertos al atardecer, todos desechados en el mismo lugar donde ochenta años antes, el mismo carretero había desechado otros cadáveres.

Algunos sobreviviron a los perros y a los niños con camuflajes, incluso a los sádicos fantasmas especializados en asesinar. Escondieron lo adquirido en sus hogares y les fue peor. 

Días luego de la masacre, cuando aún nadie entendía lo que había sucedido, los títeres ordenaron que cada casa en la Ciudad en la Montaña, fuera revisada, si algo había, que no tuviera comprobante de compra, se les quitaría. Muchos más murieron en esos días. Y sin embargo, algunos pudieron esconder lo que fue tomado. 

Yo nací unos cuantos meses después, me hicieron dormir en una cuna saqueada por mi padre, en el cuarto del hermano que nunca conocí pues había sido asesinado en la casa ahora vencida por las sombras. Mi generación creció con esa enorme herida en el pecho, recordando a los que no podemos recordar, haciendo un esfuerzo por entender que ocurrió el día 27, y jurando no olvidar.

A los ricos les gusta alejarnos de nuestro pasado, pues saben muy bien lo que podemos hacer cuando gritamos basta.   










Fex Lopez Alvarez   

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