Sobre lágrimas y rosas
NADIE VESTÍA DE NEGRO, nadie estaba allí por mero compromiso, nadie
permanecía en silencio, y sin embargo, aquello era un cortejo fúnebre. El más
grande que nuestro continente hubo visto, el más largo, el más comprometido, y el
más doloroso de todos. Por allí caminamos todos, siguiendo el lento automóvil sobre el que viajaban los restos del ahora eterno. Todos detrás de él, mestizos,
zambos, indios, negros, pardos y hasta algunos blancos. Venezolanos en su
mayoría, pero también había chilenos de trenzas en el cabello y rápidas palabras
dolorosas, esos hijos de Allende que siguen buscando las grandes alamedas.
Colombianos desplazados lo seguían, de esos que fueron acogidos como el
hermano que nunca debió marchar de casa, con abrazos, con besos y cerveza,
con ron y tabaco, con la esperanza de algún día volver a ser además de una sola
familia, una única gran casa. Brasileños lo seguían, y detrás del rastro de vida que
dejaba aquel vehículo, dejaban tiradas en el suelo las lágrimas que suplantaron
sus hermosas sonrisas. Con los pies descalzos y sin más tierra que la que estaba
debajo de sus uñas, siguieron al cortejo, como los cubanos de hermosos ojos que
nos prestaron para demostrarnos que los revolucionarios no tienen nacionalidad,
para demostrarnos que nuestro hogar es aquel donde la revolución nos necesita,
y que no importa en qué rincón del mundo dejemos olvidados los huesos, siempre
y cuando seamos leales a lo que creemos. Como leales eran los 125 uruguayos que caminaba tras aquel vehículo sobre el que reposaba todo el dolor de la misma
historia. Allí iban, tomados de la mano con sus amantes de este lado del Orinoco,
gritando poemas tupamaros demostrando ser la clase media y el grupo intelectual
más importante de Latinoamérica. Poemas a los que les respondían los peruanos,
que acostumbrados a llorar, se estremecían al recordar que de su tierra, la más
rica del continente nuevo, se alzaban en vuelo, cual cóndores blancos, Túpac
Amaru con su indiada rebelde, Túpac Catarí con su indiada orgullosa, como los
orgullosos kariñas en el norte del Orinoco o como el grandioso Pachacútec
Yupanqui, constructor tan enorme como el cóndor al que seguían con pasos lentos
y tristes, como parte del cortejo funerario. Los mismos pasos que daban los hijos
de Sucre, con sus bellos ojos rasgados y sus pieles hechas de maíz, ciudadanos
ecuatorianos que sabían tener al verdadero heredero del ahora inmortal
comandante. Y si algún pueblo ese día, sabía de hombres eternos, esos eran los
argentinos que arañaba lágrimas a la urna en el techo del automóvil, ellos que nos
entregaron a Ernesto y a Eva y a Diego y Jorge y Horacio y a Julio y Mafalda, ellos
a los que todos les debemos tanto, veían partir al hombre que nos recordó que
somos hermanos, como lo fue él de su líder amado, a quien años atrás nos tocó
despedir de formas parecidas. Y de aquella idea de hermandad, se hacían un
escudo timorato los guyaneses del esequivo, con quienes los grandes imperios han
estado empeñados en enemistarnos, con la esperanza poco discreta de que nos
destruyamos mutuamente, pero que cuando el que se hizo inmortal nos recordó,
que ellos eran tan víctimas de la historia, como nosotros mismo, le hicimos un ladito
a nuestro costado, a pesar de ese idioma horrible que les obligaron a hablar, como
1el horrible idioma que a nosotros nos obligaron a hablar. Pues en América no
quedaron lenguas propias, se mojó el araucano y el quechua, y en algún lugar se
extraviaron el onoto y pemón, ¿A dónde fue a parar el wayú? Donde el tupi o el
somari o el caribe, perdidos junto al aimara, porque esas son lenguas de salvajes
que para decir ternura dicen madre. Quizá por eso, en aquel
día tan triste, donde ni el cielo se movía, todos miraban con respeto a los
defensores del Gran Chaco, a los paraguayos que en guaraní, decían hasta pronto
al ahora eterno, como antes tuvieron que cantarle a Solano López y al sitió que la
historia les tenía reservado. Y junto a ellos, y junto a todos nosotros, caminaban
los hermanos menores de todos, los nobles bolivianos con su noble hoja de coca,
tan noble como la del mezcal, como la de la mariguana, como la del mate o como
la del café. Hojas que nadie allí necesitaba porque por primera vez en mucho
tiempo, las conciencias no necesitaban ser ampliadas, pues tan grande fue el golpe
de seguir el cortejo fúnebre del que siempre debe ser nombrado, que como si
estuviéramos hechizados, los dolientes caminábamos, los dolientes pensábamos,
los dolientes sentíamos, los dolientes llorábamos, y los dolientes nos dolía, pero
ninguno de los estábamos allí, entendíamos realmente lo que estaba pasando.
Era el funeral más anticipado de todos, pues todos sabíamos que él iba a
morir pronto, y aunque nos negábamos a aceptarlo, a pensarlo siquiera, y a aunque
bromeábamos sobre el tema y asegurábamos la fortaleza más digna posible, a
todos nos sorprendió aquella tarde húmeda y silenciosa, aquella tarde odiosa que
nos dejó en silencio absoluto. La tarde que no hizo falta lluvia para mojar el suelo,
la tarde en que nuestros ojos se dibujaron de rojo y en los que balbuceábamos palabras con poco sentido. La misma tarde en que nuestras sonrisas se fueron a
descansar en algún lugar y en donde el deseo de venganza se adueñó de nuestros
corazones. Sabíamos que los enemigos de la historia, los hijos de la infamia,
celebraban aquella noticia tan abrazadoramente triste. Desde nuestros refugios,
con quebradas embauladas, con árboles de plátano y murales con el rostro del
hombre eterno, escuchábamos sus risas en sus urbanizaciones de árboles
foráneos, de esos que no dan frutos, ni sombra, ni aire, pero si un gran prestigio.
Encendían la música más dicharachera posible, la que huele a gusanos y a
pantanos floridos. Dispusieron de caravanas y mandaban cohetes de mil colores a
estallar en el cielo.
Todo el amor que él nos había enseñado, por el que él había
predicado, se nos extravió por un segundo. Dejamos a un lado el escudo de Bolívar
y tomamos entre nuestros dedos el azote de Boves, el olor de sus sangres azules
nos impregnó el corazón, no permitiríamos que se burlaran de nuestro dolor, que
celebraran la muerte del único ser que les había garantizado sus vidas de
publicidad. Nos habían arrebatado a un padre, al padre más amoroso, más humano
y más dedicado posible, y ellos, los hijos de la infamia lo celebraban, no podíamos
permanecer tranquilos ante eso.
Y cuando estábamos sobre nuestros corceles de acero, con las armas nada
nobles dispuestas, cuando nos decidimos a saquear las posesiones que a fuerza
del trabajo ajeno ellos han conseguido, el hermano mayor nos llamó a reflexionar.
Nos llamó a la calma, a soportar con estoicidad ese momento, recordó las palabras
rojinegras sobre nuestra otra venganza. Que sus hijos y los nuestros jueguen
juntos y que el país en el que vivan, sea el país de los obreros, de las viviendas otorgadas por el estado, de las computadoras en las escuelas de pobres, el país
de la salud gratuita, de los viejos con pensiones y de la equidad entre géneros y
etnias, en fin, un país de milagros,
¿Qué mejor venganza contra sus burlas que
esa? ¿Qué castigo más grande que saber que ahora él, nuestro padre, marcharía
al pasillo de los inmortales mientras que ellos permanecerían en la nada, en la
infamia y en el olvido?
Por eso desensillamos los corceles y envainamos las espadas, y aunque
siempre las mantuvimos cerca, alertas a cualquier póstula de ataque, caminamos
todos juntos al funeral del que siempre debe ser nombrado.
El negro era un color
prohibido, nuestras franelas no podían tener ese símbolo de luto. Nuestro color era
el rojo, como roja nuestra sangre, como rojo nuestros corazones, y como rojas las
flores que empezaron a llover sobre la urna. Eran tantas y tantas de ellas, cada
una delicada, con sus pétalos fracturados y con sus tallos repletos de espinas
mínimas, que el vehículo se empezó a mover con más lentitud de lo que ya lo
hacía. El peso de la urna sobre este, era el peso de quinientos años de lucha, de
quinientos años de traiciones, de quinientos años de vejación, de burlas, de
batallas ganadas y de guerras perdidas. Y por cada uno de esos quinientos años,
por cada una de las lágrimas que borraron sonrisas y esperanzas, por cada uno de
los momentos que no podían ser, llovieron mil flores. Pobre del automóvil que llevó
aquel peso, pobre del hombre que conducía por las amplias calles frente a los
barrios caraqueños. Pobre de ese hombre que no solo no podía llorar en aquel
momento, sino que por herencia, le habían encajado sobre los hombros todo aquel
peso.
Pero aun así, seguíamos caminando, viendo en cada ventana y en cada
balcón, una bandera roja y una fotografía del que siempre debe ser nombrado.
Todos arrojando flores, papeles, peluches o franelas, todos queriendo ser parte
más que del cortejo, de la historia, pues eso era lo que él nos había enseñado, que
somos la parte más importante de la historia. Gracias a él aprendimos que nosotros
el pueblo, no podemos ser víctimas del poder, pues éste reside en nosotros, pero
que si somos una nación controlada por la paranoia, por los medios y la publicidad,
no tenemos el derecho a llamarnos pueblo. Más que eso, él, que se hizo millones,
que se hizo uno en todos nosotros, nos recordó el sagrado derecho a rebelarnos,
por eso mientras caminábamos, por eso mientras los seguíamos hasta la montaña
donde se elevaría como un cóndor, como un águila, como un colibrí, como una
mariposa, como una polilla, en nuestros brazos brillaba el brazalete de tres colores
que él mismo usó algún tiempo atrás.
Que incomodos han sido siempre esos tres colores para los poderosos.
Como odiaron los españoles al hombre que los trajo desde su mismo continente y
al barco donde los hondeó. Cuánto daño le hizo al realismo el amarillo, el azul y
rojo de Catalina. De esa bandera de tres colores, se desprendieron las demás
banderas de este bravío mundo nuevo. Y aunque siempre se trató de
eclipsarla de menospreciarla y hasta banalizarla, la verdad es que esa bandera de
tres colores siempre representó rebeldía. Por eso era tan gracioso verla detrás de
los dignos dignatarios de una lejana república a la que no volveremos, serviles y
clientelares, esclavos de burgueses y esclavos de imperios norteños y atlánticos.
Por eso es natural que los hijos de la infamia prefieran las barras y las estrellas o la cruz roja sobre el campo azur a esos tres poderosos colores. Por eso la llevamos
en los brazos ese día pesado y triste, donde manchábamos cada pared con una
frase que nos tocó entender de la peor manera posible.
Patria Socialista o Muerte.
Comandante te lo juro, mi voto
es para tu hijo. Comandante te
lo juro, mi voto es para tu hijo.
Comandante te lo juro, mi voto
es para tu hijo. Comandante te
lo juro, mi voto es para tu hijo.
Comandante te lo juro, mi voto
es para tu hijo. Comandante te
lo juro, mi voto es para tu hijo.
Ese fue el acuerdo al que todos llegamos, la única canción que ese momento
podíamos cantar, y el sonido que las aves repetían. Era más que un mantra, un
juramento con el que todos nos comprometíamos. Habíamos perdido al guía, pero éste, en su enorme sabiduría, había seleccionado a su sucesor antes de partir al
largo viaje que lo llevaría al pasillo donde los grandes nombres de la historia lo
esperaban con los brazos abiertos. Y aunque había otros gritos, otras consignas,
ese fue el sonido que se levantó del inexistente silencio y el que nos guío desde el
principio hasta el final del camino. Y para que no cupiera duda de que la
Pachamama nos protegía, envió al compañero más fiel que conoce la humanidad, y de repente frente a nosotros, un pequeño perro de varios colores, corría
apresuradamente, ladrando al frente, con más fuerza que todos nosotros, con la
dosis de energía que necesitábamos para cantar.
Vean al perro marcar, el camino a
seguir, vean su fuerza y valor,
aprendamos de él.
No podemos desfallecer,
necesitamos seguir, ir adelante
es, por lo que hemos venido aquí.
Prometemos no desfallecer,
prometemos continuar,
prometemos tu legado, oh
comandante continuar.
Vean al perro marcar, el camino a
seguir, vean su fuerza y valor,
aprendamos de él.
Si un hermano cae agotado
ayúdale a levantar, recuérdale
cual es legado que debemos
todos continuar, que si uno solo
se rinde, varios más lo harán. Recuérdale cuál es su
responsabilidad. Oh hermano
debes continuar, la revolución
nos ha enseñado a caminar.
Vean al perro marcar, el camino a
seguir, vean su fuerza y valor,
aprendamos de él.
Oh hermano debes continuar, la
revolución nos ha enseñado a
caminar.
Y aunque no parábamos de llorar, y aunque en nuestras gargantas, el sabor
amargo se acumulaba, no parábamos de caminar. Éramos millones, sí, pero
éramos solo uno. No había Valentinas, ni Ernestos, ni Josés ni Marías, todos
teníamos el mismo nombre y dolor era nuestro apellido. Pero con la fuerza que él
dejó en nosotros, con el canto, y con el perro altivo reclamándonos en cuanto nos
deteníamos, proseguimos nuestra larga marcha. Ya no veríamos más su cálida
sonrisa, no mandaríamos más al carajo los ridículos prejuicios machistas, cuando
viéramos a hombres gritarle que lo amaban, ni reiríamos de forma cómplice cuando
una hermosa mujer le dijera eso mismo. Y recordamos su voz, la voz más
reconocible de la historia de este país, la única voz que todos habíamos escuchado
la amaramos u odiáramos, la voz de cantos desafinados, ¡Dioses como nos haría
falta aquello!, pensamos. Y como el pensamiento de todos era uno en ese momento, una nueva canción se levantó por sobre nosotros, para acompañarnos
en ese trayecto cada vez más largo pero cada vez más nuestro.
Adiós comandante querido,
hemos venido a tu entierro, solo
que no serás enterrado, porque
ese es el destino de los que no
serán eternos.
Tu iras cantando de aquí para
allá, desde Amacuro hasta
Cabimas, desde Caracas hasta
Santa Elena.
Tu voz se hará una con las voces
de los copleros y con los violines
de los niños en los cerros.
Adiós comandante querido, algún
día algunos de nosotros te
seguiremos.
Solo te pedimos que
no dejes de vernos, pues todos
juntos cumpliremos tu sueño.
Sueño que tomamos como
nuestro, pues tú lo tomaste de
nosotros.
Serás huracán llano adentro y
crecida de río en la selva, serás
llovizna fresca, Oh comandante
serás eterno.
Serás huracán llano adentro y
crecida de río en la selva, serás
llovizna fresca, Oh comandante
serás eterno.
Cuán duro era pensar en ese momento, cuán duro aceptar lo que estaba
pasando, cuán difícil era ver a nuestros hermanos con las misma lagrimas que
inundaban nuestros rostros. Y sin embargo, allí estábamos, con los corazones
apretados con tanta fuerza como con la que apretábamos las manos de los que nos
acompañaban. No éramos parte de un muro y la hipocresía estaba en un lugar
totalmente distinto. Realmente sentíamos que sobre nuestras cabezas, un manto
enorme caía, volveríamos a reír, volveríamos a cantar y volveríamos a soñar,
nuestras vidas continuarían, eso era imposible negarlo, y era absurdo fingir una
muerte espiritual. Debíamos hacer exactamente lo contrario, ahora nos tocaba
luchar un poco más que en los días en los que él nos acompañaba. Bajo las piernas
de muchos de nosotros se sentiría el costillar de Rocinante pero nunca más
podríamos bajar las alabardas, había que seguir luchando contra los gigantes.
Nos costaba mucho creer que él nos hubiera abandonado.
Estábamos
seguros de que luchó hasta el último suspiro pues así lo recordábamos, llamando diablo al diablo en su propia casa, dándole la vuelta al mundo para voltear el mundo,
recordándole al catoliquísimo rey que es un perfecto hijo de puta como los reyes
antes de él, especialmente la puta de Isabel. Nosotros los indios lo recordábamos
en la Gran Sabana, con las cuatro plumas rojas sobre las sienes, Kariñas, Waraos,
Wayus, Yanomamis y Pemones lo aceptamos como hijo de Canaima e hijo de
Malei’wa, como tantos años atrás aceptamos a Baruta y antes de él a Wuaikaipuro.
Era un guerrero y a los guerreros se les honra luchando, no existe otra forma. Y
fueron los argentinos los que nos lo recordaron, que cuando un guerrero muere, se hace
uno con sus hermanos de armas.
El comándate no se murió.
El
comandante se hizo millones, el
comándate se multiplicó.
El comándate no se murió.
El
comandante se hizo millones, el
comándate se multiplicó.
El comandante soy yo.
El
comandante es parte de vos.
El
comandante somos todos, sos
vos, soy yo.
El comándate no se murió.
El
comandante se hizo millones, el
comándate se multiplicó.
Míralo caminar, míralo marchar.
El comandante camina a mi lado,
grita a mi lado y lucha conmigo
hoy.
Porque…
El comándate no se murió.
El
comandante se hizo millones, el
comándate se multiplicó.
El comandante sos vos, el
comandante soy yo.
El
comandante es el niño, es la niña,
el comandante soy yo.
Tocaba seguir viviendo, de la forma que aprendimos de él. ¡Dioses que
suerte tuvimos! Nos tocó ser parte de la generación que siguió al comandante de
sueños libres. En los libros de historia del futuro se le recordará y a nosotros con
él, pues ningún hombre llega a ser grande si un pueblo no lo apoya, no lo sigue, y
no cree en él. Ese día nos dimos cuenta de lo que representábamos en la historia.
Cientos, quizás miles de veces, él nos lo había dicho, pero no lo entendíamos o no
lo creíamos, pero cuando vimos a tanta personas tan distintas caminar de la mano,
cuando generaciones totalmente distintas eran embargadas por un mismo
sentimiento, supimos, que escribimos junto a él, los primeros párrafos de la nueva
historia de la patria grande latinoamericana.
Y en ese momento, mi generación, los hijos e hijas del Caracazo, del Fondo Monetario Internacional, del neoliberalismo,
del Nuevo Orden Mundial, y del fin de la historia, entendimos a fondos las palabras
del eterno Alí Primera.
Los que mueren por la vida no
pueden llamarse muertos.
Y a partir de este momento, está
prohibido, llorarlos.
Que se callen los redobles en
todos los campanarios.
Vamos un pal carajo, que para
amanecer no hacen falta
gallinas… sino cantar de gallos.
Canta.
Ellos nos serán bandera, para
abrazarnos con ella.
Y el que no la quiera usar, que
abone la pelea.
No es tiempo de recular ni de
vivir de leyendas.
Canta, canta compañero, que no
falte canción.
Canta, canta compañero, si te
falta corazón, tiene este corazón.
Que tiene latir de bombo, color de
vino ancestral, tiene su cuenca
de lucha cabalgando al viento
austral.
Canta, canta compañero, canta,
canta compañero, canta, canta
compañero.
Sabíamos que en ese momento ellos nos veían, que los hijos de la infamia,
desde sus cajas de lujo nos observaban, con burlas y odio para disimular la envidia.
Ninguno de sus funerales sería así, los que lloraran en ellos, serían pares de la
hipocresía, los que los siguieran, no lo harían por cariño, sino por rescatar de ellos
lo que pudieran. Envidia porque jamás alcanzarían la inmortalidad, envidia porque
jamás unificarían a la nación en pro o en contra de ellos. La muerte del comandante
representaba su propia muerte, pues aquellos que solo son fieles a sí mismos, a
sus liderazgos mezquinos y a sus interese de pacotilla, encontraron en el
comandante, al enemigo perfecto, el enemigo que los unía. Sin él en el panorama,
solo había un grupito de viejos conservadores rencorosos que jamás conocieron el
amor de los descamisados, y un grupucho de niñitos malcriados y caprichosos,
ultraconservadores y petimetres, los seres más asquerosos posibles, los hijos de la generación de los bobos; todos devorándose entre sí, como las ratas escuálidas y
famélicas a las que emulan.
No somos parte de un mismo pueblo ni somos una misma nación. Ellos y
nosotros somos dos países, dos pueblos y dos naciones totalmente distintas.
Somos enemigos por naturaleza, tanto de los líderes, como de los tontos útiles,
como del ejército de mascomocos idiotas que le siguen ciegamente. Esos que ese
día nos veían y se reían de nuestro dolor, porque son incapaces de comprender el
amor más allá de lo que han enseñado en los medios. Y justamente fue amor lo
que nos enseñó el que debemos recordar siempre. Amar a la patria, a las aves que
trinan, a los amigos, a los camaradas, a los caimanes en el delta del Caroní y a los
perros en las calles de Caracas. Amar a los hermanos de la patria grande, pues
amar es el acto más revolucionario posible. Como amé a la dulce uruguaya de
cabello negro y anteojos del mismo color que alzó su voz junto con todos nosotros
en ese momento.
Ésta mañana, me he levantado,
oh bella ciao, bella ciao, bella
ciao, ciao, ciao.
Ésta mañana, me he levantado, y
he ido por el opresor.
Oh guerrillero, me voy contigo, oh
bella ciao, bella ciao, bella ciao,
ciao, ciao.
Oh guerrillero me voy contigo,
porque me siento aquí morir.
Y si yo caigo, en el combate, oh
bella ciao, bella ciao, bella ciao,
ciao, ciao
Y si yo caigo, en el combate,
pongo tus manos mi fusil.
Es mi deseo, seguir luchando oh
bella ciao, bella ciao, bella ciao,
ciao, ciao.
Es mi deseo, seguir luchando,
por el socialismo y por vos.
Cava una fosa, en la montaña oh
bella ciao, bella ciao, bella ciao,
ciao, ciao.
Cava una en la montaña, y a la
sombra de una flor…. Así la gente
cuando la vea, gritará “Viva la
revolución”
Ésta es la historia, de un
camarada, oh bella ciao, bella
ciao, bella ciao, ciao, ciao.
Ésta es la historia, de un
camarada, muerto por la libertad.
Y así llegamos al final del camino, a su academia azul de pisos grises. Ocho
kilómetros caminamos, ocho kilómetros luchamos por cada paso, ocho kilómetros
guiados por un hijo de Nevado, para acompañar a un hijo de Bolívar. Ahora estará
al lado de Pedro, de Augusto Cesar, y de Ernesto. De Vladimir, de Camilo y de
Emiliano. Él ya hizo su parte, ahora nos toca a nosotros. Por eso es tan importante,
seguir adelante, por eso es tan preciso entender que no podemos rendirnos, o todo
habrá sido en vano, por eso es tan necesario, que resistamos.
¡Y resiste!
Quiere pasar el fascismo, quiere
pasar el fascismo, quiere pasar el
fascismo, mamita mía aquí no
pasa nadie, no pasa nadie.
Patria grande que bien resistes,
patria grande que bien resistes,
patria grande que bien resistes,
mamita mía a los fascistas.
Porque los revolucionarios,
porque los revolucionarios,
porque los revolucionarios,
mamita mía que bien te guardan.
Quiere pasar el fascismo, quiere
pasar el fascismo, quiere pasar el
fascismo, mamita mía aquí no
pasa nadie, no pasa nadie.
Patria grande que bien resistes,
patria grande que bien resistes,
patria grande que bien resistes,
mamita mía a los fascistas.
Porque los revolucionarios,
porque los revolucionarios,
porque los revolucionarios,
mamita mía que bien te guardan
¡No pasaran!
¡No pasaran!
¡No pasaran!
Fex López Álvarez

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